El ácido lisérgico y sus compuestos
El ácido lisérgico demostró ser una sustancia de fácil
descomposición, y su combinación con restos alcalinos ofrecía dificultades.
Finalmente encontré en el método conocido como síntesis de Curtius un
procedimiento que permitía combinar el ácido lisérgico con restos básicos.
Con este método produje una gran cantidad de compuestos
de ácido lisérgico. Al combinar el ácido lisérgico con el aminoalcohol
propanolamina surgió un compuesto idéntico a la ergobasina, el alcaloide
natural del cornezuelo. Había tenido éxito, pues, la primera síntesis parcial
de un alcaloide del cornezuelo (síntesis parcial es una producción artificial
en la que se emplea, sin embargo, un componente natural; en este caso el ácido
lisérgico). No sólo tenía un interés científico como confirmación de la
estructura química de la ergobasina, sino también una importancia práctica,
puesto que el factor específico contractor del útero y hemostático, la
ergobasina, se encuentra en el cornezuelo sólo en cantidad muy pequeña.
Con esta síntesis parcial, se posibilitó
transformar los otros alcaloides, presentes en abundancia en el cornezuelo, en
la ergobasina, valiosa para la obstetricia.
Después de este primer éxito en el terreno del
cornezuelo, mis investigaciones continuaron en dos direcciones. Primero intenté
mejorar las propiedades farmacológicas de la ergobasina modificando su parte de
aminoalcohol. Junto con uno de mis colegas, el Dr. J. Peyer, desarrollamos un
procedimiento para la producción racional de propanolamina y de otros aminoalcoholes.
El reemplazo de la propanolamina contenida en la ergobasina por el aminoalcohol
butanolamina dio efectivamente una sustancia activa que superaba el alcaloide
natural en sus propiedades terapéuticas.
Esta ergobasina mejorada, con el nombre de marca
«Methergin», ha hallado una aplicación universal como citócico y hemostático, y
es hoy día el medicamento más importante para esta indicación obstétrica. Además
introduje mi método de síntesis para producir nuevos compuestos del ácido
lisérgico, en los que lo principal no era su efecto sobre el útero, pero de los
que, por su estructura química, podían esperarse otras propiedades
farmacológicas interesantes.
La sustancia n.° 25 en la serie de estos derivados
sintéticos del ácido lisérgico, la dietilamida del ácido lisérgico (N. d. T.:
en alemán, Lyserg.Säure.Diäthylamid), que para el uso del laboratorio abrevié
LSD–25, la sinteticé por primera vez en 1938. Había planificado la síntesis de
este compuesto con la intención de obtener un estimulante para la circulación y
la respiración (analéptico). Se podían esperar esas cualidades estimulantes de
la dietilamida del ácido lisérgico, porque su estructura química presentaba
similitudes con la dietilamida del ácido nicotínico («coramina»), un analéptico
ya conocido en aquel entonces. Al probar el LSD–25 en la sección farmacológica
de Sandoz, cuyo director era el profesor Ernst Rothlin, se comprobó un fuerte
efecto sobre el útero, con aproximadamente un 70.% de la actividad de la
ergobasina. Por lo demás se consignó en el informe que los animales de prueba
se intranquilizaron con la narcosis. Pero la sustancia no despertó un interés
ulterior entre nuestros farmacólogos y médicos; por eso se dejaron de lado otros
ensayos.
Durante cinco años reinó el más absoluto silencio en
torno al LSD–25. En el interín, mis trabajos en el terreno del cornezuelo de
centeno prosiguieron en otra dirección. Al purificar la ergotoxina, el material
de partida para el ácido lisérgico, tuve, como ya he dicho, la impresión de que
este preparado de alcaloides no podía ser uniforme, sino que tenía que ser una
mezcla de diversas sustancias. Las dudas sobre la uniformidad de la ergotoxina
se acentuaron cuando una hidrogenación dio dos productos claramente distintos,
mientras que en las mismas condiciones el alcaloide ergotamina daba un solo
producto hidrogenado. Unos prolongados ensayos sistemáticos para descomponer la
sospechada mezcla de ergotoxina finalmente dieron resultado, cuando logré descomponer
este preparado de alcaloides en tres componentes uniformes. Uno de los tres
alcaloides químicamente uniformes resultó ser idéntico a un alcaloide aislado
poco antes en la sección de producción; A. Stoll y E. Burckhardt lo habían
llamado ergocristuia.
Los otros dos alcaloides eran nuevos. Uno de ellos
lo llamé ergocornina, y al otro, que había quedado mucho tiempo en las
aguamadres, lo designé ergocriptina (Kryptos = oculto). Más tarde se comprobó que
la ergocriptina se presenta en dos isómeros estructurales, que se distinguen
como alfa y beta ergocriptina.
La solución del problema de la ergotoxina no sólo tenía
un interés científico, sino que también tuvo consecuencias prácticas. De allí
surgió un medicamento valioso. Los tres alcaloides hidrogenados de la
ergotoxina: la dihidro–ergocristina, la dihidro–ergocriptina y la dihidro–ergocornina,
que produje en el curso de esta investigación, evidenciaron interesantes
propiedades medicinales durante la prueba en la sección farmacológica del
profesor Rothlin. Con estas tres sustancias activas se desarrolló el preparado
farmacéutico
«hidergina», un medicamento para fomentar la
irrigación periférica y cerebral y mejorar las funciones cerebrales en la lucha
contra los trastornos de la vejez. La hidergina ha respondido a las
expectativas como medicamento eficaz para esta indicación geriátrica. Hoy día
ocupa el primer puesto en las ventas de los productos farmacéuticos de Sandoz.
Asimismo ha ingresado en el tesoro de medicamentos la
dihidro–ergotamina, que había sintetizado también en el marco de estas
investigaciones. Con el nombre de marca «Dihydergot» se lo emplea como estabilizador
de la circulación y la presión sanguínea.
Mientras que hoy en día la investigación de
proyectos importantes se realiza casi exclusivamente como trabajo en grupo, teamwork,
estas investigaciones sobre los alcaloides del cornezuelo aún las realicé yo solo.
También siguieron en mis manos los pasos químicos posteriores del desarrollo
hasta el preparado de venta en el mercado, es decir, la producción de
cantidades mayores de sustancia para las pruebas químicas y finalmente la
elaboración de los primeros procedimientos para la producción masiva de «Methergin»,
«Hydergin» y «Dihydergot». Ello regía también para el control analítico en el
desarrollo de las primeras formas galénicas de estos tres preparados, las
ampollas, las soluciones para instilar y los comprimidos.
Mis colaboradores eran, en aquella época, un
laborante y un ayudante de laboratorio, y luego una laborante y un técnico
químico adicionales.
El descubrimiento de los efectos psíquicos del LSD
Todos los fructíferos trabajos, aquí sólo
brevemente reseñados, que surgieron a partir de la solución del problema de la
ergotoxina, de todos modos no me hicieron olvidar por completo la sustancia LSD–25.
Un extraño presentimiento de que esta sustancia podría poseer otras cualidades
que las comprobadas en la primera investigación me motivaron a volver a
producir LSD–25 cinco años después de su primera síntesis para enviarlo
nuevamente a la sección farmacológica a fin de que se realizara una
comprobación ampliada.
Esto era inusual, porque las sustancias de ensayo normalmente
se excluían definitivamente del programa de investigaciones si no se evaluaban
como interesantes en la sección farmacológica.
En la primavera de 1943, pues, repetí la síntesis de
LSD–25. Igual que la primera vez, se trataba sólo de la obtención de unas
décimas de gramo de este compuesto. En la fase final de la síntesis, al
purificar y cristalizar la diamida del ácido lisérgico en forma de tartrato me
perturbaron en mi trabajo unas sensaciones muy extrañas. Extraigo la
descripción de este incidente del informe que le envié entonces al profesor Stoll.
El viernes pasado, 16 de abril de 1943, tuve que interrumpir
a media tarde mi trabajo en el laboratorio y marcharme a casa, pues me asaltó
una extraña intranquilidad acompañada de una ligera sensación de mareo. En casa
me acosté y caí en un estado de embriaguez no desagradable, que se caracterizó
por una fantasía sumamente animada.
En un estado de semipenumbra y con los ojos cerrados
(la luz del día me resultaba desagradablemente chillona) me penetraban sin
cesar unas imágenes fantásticas de una plasticidad extraordinaria y con un
juego de colores intenso, caleidoscópico.
Unas dos horas después este estado desapareció.
La manera y el curso de estas apariciones
misteriosas me hicieron sospechar una acción tóxica externa, y supuse que tenía
que ver con la sustancia con la que acababa de trabajar, el tartrato de la
dietilamida del ácido lisérgico. En verdad no lograba imaginarme cómo podría
haber resorbido algo de esta sustancia, dado que estaba acostumbrado a trabajar
con minuciosa pulcritud, pues era conocida la toxicidad de las sustancias del
cornezuelo. Pero quizás un poco de la solución de LSD había tocado de todos modos
a la punta de mis dedos al recristalizarla, y un mínimo de sustancia había sido
reabsorbida por la piel. Si la causa del incidente había sido el LSD, debía tratarse
de una sustancia que ya en cantidades mínimas era muy activa. Para ir al fondo
de la cuestión me decidí por el autoensayo. Quería ser prudente, por lo cual
comencé la serie de ensayos en proyecto con la dosis más pequeña de la que,
comparada con la eficacia de los alcaloides de cornezuelo conocidos, podía esperarse
aún algún efecto, a saber, con 0,25 mg (mg = miligramos = milésimas de gramo)
de tartrato de dietilamida de ácido lisérgico.
Autoensayos
19 IV/16.20: toma de 0,5 cm3 de una solución acuosa
al 1/2 por mil de solución de tartrato de dietilamida peroral. Disuelta en unos
10 cm3 de agua insípida.
17.00: comienzo del mareo, sensación de miedo.
Perturbaciones en la visión. Parálisis con risa compulsiva.
Añadido el 21.IV:
Con velomotor a casa. Desde las 18 hs. Hasta aproximadamente
las 20 hs.: punto más grave de la crisis (cf. informe especial).
Escribir las últimas palabras me costó un ingente esfuerzo.
Ya ahora sabía perfectamente que el LSD había sido la causa de la extraña
experiencia del viernes anterior, pues los cambios de sensaciones y vivencias eran
del mismo tipo que entonces, sólo que mucho más profundos. Ya me costaba
muchísimo hablar claramente, y le pedí a mi laborante, que estaba enterada del
autoensayo, que me acompañara a casa.
En el viaje en bicicleta —en aquel momento no podía
conseguirse un coche; en la época de posguerra los automóviles estaban
reservados a unos pocos privilegiados— mi estado adoptó unas formas
amenazadoras. Todo se tambaleaba en mi campo visual, y estaba distorsionado
como en un espejo alabeado.
También tuve la sensación de que la bicicleta no se
movía. Luego mi asistente me dijo que habíamos viajado muy deprisa. Pese a todo
llegué a casa sano y salvo y con un último esfuerzo le pedí a mi acompañante que
llamara a nuestro médico de cabecera y les pidiera leche a los vecinos.
A pesar de mi estado de confusión embriagada, por
momentos podía pensar clara y objetivamente: leche como desintoxicante no
específico.
El mareo y la sensación de desmayo de a ratos se volvieron
tan fuertes, que ya no podía mantenerme en pie y tuve que acostarme en un sofá.
Mi entorno se había transformado ahora de modo aterrador. Todo lo que había en
la habitación estaba girando, y los objetos y muebles familiares adoptaron
formas grotescas y generalmente amenazadoras. Se movían sin cesar, como animados,
llenos de un desasosiego interior.
Apenas reconocí a la vecina que me trajo leche —en
el curso de la noche bebí más de dos litros. No era ya la señora R., sino una
bruja malvada y artera con una mueca de colores. Pero aún peores que estas mudanzas
del mundo exterior eran los cambios que sentía en mí mismo, en mi íntima
naturaleza. Todos los esfuerzos de mi voluntad de detener el derrumbe del mundo
externo y la disolución de mi yo parecían infructuosos. En mí había penetrado
un demonio y se había apoderado de mi cuerpo, mis sentidos y el alma. Me
levanté y grité para liberarme de él, pero luego volví a hundirme impotente en
el sofá. La sustancia con la que había querido experimentar me había vencido.
Ella era el demonio que triunfaba haciendo escarnio de mi voluntad. Me cogió un
miedo terrible de haber enloquecido. Me había metido en otro mundo, en otro
cuarto con otro tiempo. Mi cuerpo me parecía insensible, sin vida, extraño.
¿Estaba muriendo? ¿Era el tránsito? Por momentos creía estar fuera de mi cuerpo
y reconocía claramente, como un observador externo, toda la tragedia de mi
situación.
Morir sin despedirme de mi familia... mi mujer
había viajado ese día con nuestros tres hijos a visitar a sus padres en
Lucerna. ¿Entendería alguna vez que yo no había actuado irreflexiva,
irresponsablemente, sino que había experimentado con suma prudencia y que de
ningún modo podía preverse semejante desenlace?
No sólo el hecho de que una familia joven iba a
perder prematuramente a su padre, sino también la idea de tener que interrumpir
antes de tiempo mi labor de investigador, que tanto me significaba, en medio de
un desarrollo fructífero, promisorio e incompleto, aumentaban mi miedo y mi
desesperación. Llena de amarga ironía se entrecruzaba la reflexión de que era
esta dietilamida del ácido lisérgico que yo había puesto en el mundo la que
ahora me obligaba a abandonarlo prematuramente.
Cuando llegó el médico yo había superado el punto más
alto de la crisis. Mi laborante le explicó mi autoensayo, pues yo mismo aún no
estaba en condiciones de formular una oración coherente. Después de haber intentado
señalarle mi estado físico presuntamente amenazado de muerte, el médico meneó
desconcertado la cabeza, porque fuera de unas pupilas muy dilatadas no pudo
comprobar síntomas anormales.
El pulso, la presión sanguínea y la respiración eran
normales. Por eso tampoco me suministró medicamentos, me llevó al dormitorio y
se quedó observándome al lado de la cama. Lentamente volvía yo ahora de un
mundo ingentemente extraño a mi realidad cotidiana familiar. El susto fue
cediendo y dio paso a una sensación de felicidad y agradecimiento crecientes a
medida que retornaban un sentir y pensar normales y creía la certeza de que
había escapado definitivamente del peligro de la locura.
Ahora comencé a gozar poco a poco del inaudito juego
de colores y formas que se prolongaba tras mis ojos cerrados. Me penetraban
unas formaciones coloridas, fantásticas, que cambiaban como un calidoscopio, en
círculos y espirales que se abrían y volvían a cerrarse, chisporroteando en
fontanas de colores, reordenándose y entrecruzándose en un flujo incesante.
Lo más extraño era que todas las percepciones acústicas,
como el ruido de un picaporte o un automóvil que pasaba, se transformaban en
sensaciones ópticas. Cada sonido generaba su correspondiente imagen en forma y
color, una imagen viva y cambiante.
A la noche regresó mi esposa de Lucerna. Se le había
comunicado por teléfono que yo había sufrido un misterioso colapso. Dejó a
nuestros hijos con los abuelos. En el interín me había recuperado al punto de
poder contarle lo sucedido.
Luego me dormí exhausto y desperté a la mañana siguiente
reanimado y con la cabeza despejada, aunque físicamente aún un poco cansado. Me
recorrió una sensación de bienestar y nueva vida. El desayuno tenía un sabor
buenísimo, un verdadero goce.
Cuando más tarde salí al jardín, en el que ahora, después
de una lluvia primaveral, brillaba el sol, todo centelleaba y refulgía en una
luz viva. El mundo parecía recién creado. Todos mis sentidos vibraban en un
estado de máxima sensibilidad que se mantuvo todo el día.
Este autoensayo mostró que el LSD–25 era una sustancia
psicoactiva con propiedades extraordinarias.
Que yo sepa, no se conocía aún ninguna sustancia que
con una dosis tan baja provocara efectos psíquicos tan profundos y generara
cambios tan dramáticos en la experiencia del mundo externo e interno y en la
conciencia humana.
Me parecía asimismo muy importante el hecho de que
pudiera recordar todos los detalles de lo vivenciado en el delirio del LSD. La
única explicación posible era que, pese a la perturbación intensa de la imagen
normal del mundo, la conciencia capaz de registrar no se anulaba ni siquiera en
el punto culminante de la experiencia del LSD. Además, durante todo el tiempo
del ensayo había sido consciente de estar en medio del experimento, sin que,
sin embargo, hubiera podido espantar el mundo del LSD a partir del
reconocimiento de mi situación y por más que esforzara mi voluntad. Lo vivía,
en su realidad terrorífica, como totalmente real, aterradora, porque la imagen
de la otra, la familiar realidad cotidiana, había sido plenamente conservada en
la conciencia.
Lo que también me sorprendió fue la propiedad del
LSD de provocar un estado de embriaguez tan abarcador e intenso sin dejar
resaca. Al contrario: al día siguiente me sentí —como lo he descrito— en una
excelente disposición física y psíquica.
Era consciente de que la nueva sustancia activa LSD,
con semejantes propiedades, tenía que ser útil en farmacología, en neurología y
sobre todo en psiquiatría, y despertar el interés de los especialistas.
Pero lo que no podía imaginarme entonces era que la
nueva sustancia se usaría fuera del campo de la medicina, como estupefaciente
en la escena de las drogas. Como en mi primer autoensayo había vivido el LSD de
manera terroríficamente demoníaca, no podía siquiera sospechar que esta
sustancia hallaría una aplicación como estimulante, por así decirlo.
También reconocí sólo después de otros ensayos, llevados
a cabo con dosis mucho menores y bajo otras condiciones, la significativa
relación entre la embriaguez del LSD y la experiencia visionaria espontánea.
Al día siguiente escribí el ya mencionado informe al
profesor Stoll sobre mis extraordinarias experiencias con la sustancia LSD–25;
le envié una copia al director de la sección farmacológica, profesor Rothlin.
Como no cabía esperarlo de otro modo, mi informe causó
primero una extrañeza incrédula. En seguida me telefonearon desde la dirección;
el profesor Stoll preguntaba: «¿Está seguro de no haber cometido un error en la
balanza? ¿Es realmente correcta la indicación de la dosis?». El profesor
Rothlin formuló la misma pregunta. Pero yo estaba seguro, pues había pesado y
dosificado con mis propias manos.
Las dudas expresadas estaban justificadas en la
medida en que hasta ese momento no se conocía ninguna sustancia que en
fracciones de milésimas de gramo surtiera el más mínimo efecto psíquico.
Parecía casi increíble una sustancia activa de tamaña potencia.
El propio profesor Rothlin y dos de sus
colaboradores fueron los primeros que repitieron mi autoensayo, aunque sólo con
un tercio de la dosis que yo había empleado. Pero aún así los efectos fueron sumamente
impresionantes y fantásticos. Todas las dudas respecto de mi informe quedaron
disipadas.
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